DISCURSO
DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LAS FAMILIAS DEL MUNDO CON OCASIÓN DE SU PEREGRINACIÓN A ROMA EN EL AÑO DE LA
FE
Sábado 26 de octubre de 2013
Queridas familias: Buenas tardes y
bienvenidas a Roma. Han llegado en peregrinación de muchas partes del mundo para profesar
su fe ante el sepulcro de San Pedro. Esta plaza les acoge y les abraza:
formamos un solo pueblo, con una sola alma, convocados por el Señor que nos ama
y no nos abandona. Saludo también a todas las familias que nos siguen por
televisión e internet: una plaza que se ensancha sin fronteras.
Han querido llamar a este momento: “Familia,
vive la alegría de la fe”. Me gusta este título. He escuchado sus
experiencias, las historias que han contado. He visto a muchos niños, muchos
abuelos… He sentido el dolor de las familias que viven en medio de la pobreza y
de la guerra. He escuchado a los jóvenes que quieren casarse, aunque se
encuentran con mil dificultades. Y, en medio de todo esto, nos preguntamos: ¿cómo es posible vivir hoy la alegría de la
fe en familia? Pero además les pregunto: “¿Es posible vivir esta alegría o
no es posible?”.
1. Hay unas palabras de Jesús, en el
Evangelio de Mateo, que vienen en nuestra ayuda: “Vengan a mí todos los que
están cansados y agobiados, y yo les aliviaré” (Mt 11,28). La vida a
menudo es pesada, muchas veces incluso trágica. Lo hemos oído recientemente…
Trabajar cansa; buscar trabajo es duro. Y encontrar trabajo hoy requiere mucho
esfuerzo. Pero lo que más pesa en la vida no es esto: lo que más cuesta de todas
estas cosas es la falta de amor. Pesa no recibir una sonrisa, no ser querido.
Algunos silencios pesan, a veces incluso en la familia, entre marido y mujer,
entre padres e hijos, entre hermanos. Sin amor las dificultades son más duras,
inaguantables. Pienso en los ancianos solos, en las familias que lo pasan mal
porque no reciben ayuda para atender a quien necesita cuidados especiales en la
casa. “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados”, dice
Jesús.
Queridas familias, el Señor conoce
nuestras dificultades: ¡las conoce! Y conoce los pesos de nuestra vida. Pero el
Señor sabe también que dentro de nosotros hay un profundo anhelo de encontrar
la alegría del consuelo. ¿Recuerdan? Jesús dijo: “Su alegría llegue a
plenitud” (Jn 15,11). Jesús quiere que nuestra alegría sea plena. Se
lo dijo a los apóstoles y nos lo repite a nosotros hoy. Esto es lo primero que
quería compartir con ustedes esta tarde, y son unas palabras de Jesús: Vengan a mí, familias de todo el mundo
–dice Jesús–, y yo les aliviaré, para que su alegría llegue a plenitud. Y
estas palabras de Jesús llévenlas a casa, llévenlas en el corazón, compártanlas
en familia. Nos invita a ir a Él para darnos, para dar a todos la alegría.
2. Las siguientes palabras, las tomo
del rito del Matrimonio. Quien se casa dice en el Sacramento: “Prometo serte
siempre fiel, en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la
enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida”. Los esposos
en ese momento no saben lo que sucederá, no saben la prosperidad o adversidad
que les espera. Se ponen en marcha, como Abrahán; se ponen en camino juntos. ¡Y
esto es el matrimonio! Ponerse en marcha, caminar juntos, mano con mano,
confiando en la gran mano del Señor. ¡Mano con mano, siempre y para toda la vida!
Y sin dejarse llevar por esta cultura de la provisionalidad, que nos hace
trizas la vida.
Con esta confianza en la fidelidad de Dios se afronta todo, sin miedo, con
responsabilidad. Los esposos cristianos no son ingenuos, conocen los problemas
y peligros de la vida. Pero no tienen miedo a asumir su responsabilidad, ante
Dios y ante la sociedad. Sin huir, sin aislarse, sin renunciar a la misión de
formar una familia y traer al mundo hijos. –Pero, Padre, hoy es difícil…
-Ciertamente es difícil. Por eso se necesita la gracia, la gracia que nos da el
Sacramento. Los Sacramentos no son un adorno en la vida. “Pero qué hermoso
matrimonio, qué bonita ceremonia, qué gran fiesta!”. Eso no es el Sacramento;
no es ésa la gracia del Sacramento. Eso es un adorno. Y la gracia no es para
decorar la vida, es para darnos fuerza en la vida, para darnos valor, para
poder caminar adelante. Sin aislarse, siempre juntos.
Los cristianos se casan mediante el Sacramento
porque saben que lo necesitan. Les hace falta para estar unidos entre sí y para
cumplir su misión como padres: “En la prosperidad y en la adversidad, en la
salud y en la enfermedad”. Así dicen los esposos en el Sacramento y en la
celebración de su Matrimonio rezan juntos y con la comunidad. ¿Por qué? ¿Porque
así se suele hacer? No. Lo hacen porque tienen necesidad, para el largo viaje
que han de hacer juntos: un largo viaje que no es a tramos, ¡dura toda la vida!
Y necesitan la ayuda de Jesús, para
caminar juntos con confianza, para quererse el uno al otro día a día, y
perdonarse cada día. Y esto es importante. Saber perdonarse en las
familias, porque todos tenemos defectos, ¡todos! A veces hacemos cosas que no
son buenas y hacen daño a los demás. Tener el valor de pedir perdón cuando nos
equivocamos en la familia…
Hace unas semanas dije en esta plaza
que para sacar adelante una familia es
necesario usar tres palabras. Quisiera repetirlo. Tres palabras: permiso, gracias, perdón. ¡Tres palabras
clave! Pedimos permiso para ser respetuosos en la familia. “¿Puedo hacer
esto? ¿Te gustaría que hiciese eso?”. Con el lenguaje de pedir permiso.
¡Digamos gracias, gracias por el amor! Pero dime, ¿cuántas veces al día dices
gracias a tu mujer, y tú a tu marido? ¡Cuántos días pasan sin pronunciar esta
palabra: Gracias! Y la última: perdón: Todos nos equivocamos y a veces alguno
se ofende en la familia y en el matrimonio, y algunas veces –digo yo- vuelan
los platos, se dicen palabras fuertes, per escuchen este consejo: no acaben la
jornada sin hacer las paces. ¡La paz se renueva cada día en la familia!
“¡Perdóname!”. Y así se empieza de nuevo. Permiso, gracias, perdón. ¿Lo decimos
juntos? (Responden: Sí). ¡Permiso, gracias, perdón! Usemos estas tres palabras
en la familia. ¡Perdonarse cada día!
En la vida de una familia hay muchos
momentos hermosos: el descanso, la comida juntos, la salida al parque o al
campo, la visita a los abuelos, la visita a una persona enferma… Pero si falta el amor, falta la alegría,
falta la fiesta, y el amor nos lo da siempre Jesús: Él es la fuente inagotable.
Allí Él, en el Sacramento, nos da su Palabra y nos da el Pan de vida, para que
nuestra alegría llegue a plenitud.
3. Y para concluir, aquí adelante se
encuentra el icono de la Presentación de Jesús en el Templo. Es un icono
realmente hermoso e importante. Contemplémoslo y dejémonos ayudar por esta
imagen. Como todos ustedes, también los protagonistas de esta escena han hecho
su camino: María y José se han puesto en marcha, como peregrinos a Jerusalén,
para cumplir la ley del Señor; del mismo modo el viejo Simeón y la profetisa
Ana, también ella muy anciana, han llegado al Templo llevados por el Espíritu
Santo. La escena nos muestra este encuentro de tres generaciones, el encuentro
de tres generaciones: Simeón tiene en brazos al Niño Jesús, en el cual reconoce
al Mesías, y Ana aparece alabando a Dios y anunciando la salvación a quien
espera la redención de Israel. Estos dos ancianos representan la fe como
memoria. Y yo les pregunto: “¿Ustedes escuchan a los abuelos? ¿Abren su corazón
a la memoria que nos transmiten los abuelos? Los abuelos son la sabiduría de la
familia, son la sabiduría de un pueblo. Y un pueblo que no escucha a los
abuelos es un pueblo que muere. ¡Escuchar
a los abuelos! María y José son la familia santificada por la presencia de
Jesús, que es el cumplimiento de todas las promesas. Toda familia, como la de
Nazaret, forma parte de la historia de un pueblo y no podría existir sin las
generaciones precedentes. Y por eso hoy tenemos aquí a los abuelos y a los
niños. Los niños aprenden de los abuelos, de la generación precedente.
Queridas familias, también ustedes
son parte del pueblo de Dios. Caminen con alegría junto a este pueblo. Permanezcan siempre unidas a Jesús y den
testimonio de Él a todos. Les agradezco que hayan venido. Juntos, hagamos
nuestras las palabras de San Pedro, que nos dan y nos seguirán dando fuerza en
los momentos difíciles: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras
de vida eterna” (Jn 6,68). Con la gracia de Cristo, vivan la alegría
de fe. El Señor les bendiga y María, nuestra Madre, les proteja y les acompañe.
Gracias.
SANTA MISA DE CLAUSURA
DE LA PEREGRINACIÓNDE LAS FAMILIAS DEL
MUNDO A ROMA EN EL AÑO DE LA FE HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO Domingo 27 de octubre de
2013
Las lecturas de este domingo nos invitan a
meditar sobre algunas características fundamentales de la familia cristiana.
1. La primera: La familia que ora. El texto del Evangelio pone en evidencia
dos modos de orar, uno falso – el del fariseo – y el otro auténtico – el del
publicano. El fariseo encarna una actitud que no manifiesta la acción de
gracias a Dios por sus beneficios y su misericordia, sino más bien la
satisfacción de sí. El fariseo se siente justo, se siente en orden, se pavonea
de esto y juzga a los demás desde lo alto de su pedestal. El publicano, por el
contrario, no utiliza muchas palabras. Su oración es humilde, sobria, imbuida
por la conciencia de su propia indignidad, de su propia miseria: este hombre en
verdad se reconoce necesitado del perdón de Dios, de la misericordia de Dios.
La del publicano es la oración del pobre, es la oración que agrada a Dios que,
como dice la primera Lectura, «sube hasta las nubes» (Si 35,16),
mientras que la del fariseo está marcada por el peso de la vanidad.
A la luz de esta Palabra, quisiera
preguntarles a ustedes, queridas familias:
¿Rezan alguna vez en familia? Algunos sí, lo sé. Pero muchos me dicen: Pero
¿cómo se hace? Se hace como el publicano, es claro: humildemente, delante de
Dios. Cada uno con humildad se deja ver del Señor y le pide su bondad, que
venga a nosotros. Pero, en familia, ¿cómo se hace? Porque parece que la oración
sea algo personal, y además nunca se encuentra el momento oportuno, tranquilo,
en familia… Sí, es verdad, pero es también cuestión de humildad, de reconocer
que tenemos necesidad de Dios, como el publicano. Y todas las familias tenemos
necesidad de Dios: todos, todos. Necesidad de su ayuda, de su fuerza, de su
bendición, de su misericordia, de su perdón. Y se requiere sencillez. Para
rezar en familia se necesita sencillez.
Rezar juntos el “Padrenuestro”, alrededor de la mesa, no es algo
extraordinario: es fácil. Y rezar juntos el Rosario, en familia, es muy bello,
da mucha fuerza. Y rezar también el uno por el otro: el marido por la
esposa, la esposa por el marido, los dos por los hijos, los hijos por los
padres, por los abuelos… Rezar el uno por el otro. Esto es rezar en familia, y
esto hace fuerte la familia: la oración.
2. La segunda Lectura nos sugiere otro
aspecto: la familia conserva la fe. El
apóstol Pablo, al final de su vida, hace un balance fundamental, y dice: «He
conservado la fe» (2 Tm 4,7) ¿Cómo la conservó? No en una caja fuerte.
No la escondió bajo tierra, como aquel siervo un poco perezoso. San Pablo
compara su vida con una batalla y con una carrera. Ha conservado la fe porque
no se ha limitado a defenderla, sino que la ha anunciado, irradiado, la ha
llevado lejos. Se ha opuesto decididamente a quienes querían conservar,
«embalsamar» el mensaje de Cristo dentro de los confines de Palestina. Por esto
ha hecho opciones valientes, ha ido a territorios hostiles, ha aceptado el reto
de los alejados, de culturas diversas, ha hablado francamente, sin miedo. San
Pablo ha conservado la fe porque, así como la había recibido, la ha dado, yendo
a las periferias, sin atrincherarse en actitudes defensivas.
También aquí, podemos preguntar: ¿De qué
manera, en familia, conservamos nosotros la fe? ¿La tenemos para nosotros, en
nuestra familia, como un bien privado, como una cuenta bancaria, o sabemos compartirla con el testimonio, con
la acogida, con la apertura hacia los demás? Todos sabemos que las
familias, especialmente las más jóvenes, van con frecuencia «a la carrera», muy
ocupadas; pero ¿han pensado alguna vez que esta «carrera» puede ser también la
carrera de la fe? Las familias
cristianas son familias misioneras. Ayer escuchamos, aquí en la plaza, el
testimonio de familias misioneras. Son misioneras también en la vida de cada
día, haciendo las cosas de todos los días, poniendo en todo la sal y la
levadura de la fe. Conservar la fe en familia y poner la sal y la levadura de
la fe en las cosas de todos los días.
3. Y un último aspecto encontramos de la
Palabra de Dios: la familia que vive
la alegría. En el Salmo responsorial se encuentra esta expresión: «Los
humildes lo escuchen y se alegren» (33,3). Todo este Salmo es un himno al
Señor, fuente de alegría y de paz. Y ¿cuál es el motivo de esta alegría? Es
éste: El Señor está cerca, escucha el grito de los humildes y los libra del
mal. Lo escribía también San Pablo: «Alegraos siempre… el Señor está cerca» (Flp
4,4-5). Me gustaría hacer una pregunta hoy. Pero que cada uno la lleve en
el corazón a su casa, ¡eh! Como una tarea a realizar. Y responda personalmente:
¿Hay alegría en tu casa? ¿Hay alegría en
tu familia? Den ustedes la respuesta.
Queridas familias, ustedes lo saben bien: la
verdadera alegría que se disfruta en familia no es algo superficial, no viene
de las cosas, de las circunstancias favorables… la verdadera alegría viene de la armonía profunda entre las personas, que
todos experimentan en su corazón y que nos hace sentir la belleza de estar
juntos, de sostenerse mutuamente en el camino de la vida. En el fondo de este
sentimiento de alegría profunda está la presencia de Dios, la presencia de
Dios en la familia, está su amor acogedor, misericordioso, respetuoso hacia
todos. Y sobre todo, un amor paciente: la
paciencia es una virtud de Dios y nos enseña, en familia, a tener este amor
paciente, el uno por el otro. Tener paciencia entre nosotros. Amor
paciente. Sólo Dios sabe crear la armonía de las diferencias. Si falta el amor
de Dios, también la familia pierde la armonía, prevalecen los individualismos,
y se apaga la alegría. Por el contrario, la familia que vive la alegría de la
fe la comunica espontáneamente, es sal de la tierra y luz del mundo, es levadura
para toda la sociedad.
Queridas familias, vivan siempre con fe y
simplicidad, como la Sagrada Familia de Nazaret. ¡La alegría y la paz del Señor
esté siempre con ustedes!
