Aprender a perdonar (Jutta
Burgraff )
¿Perdonaríamos a quien nos
ha dejado completamente en ridículo ante los demás, nos ha engañado o difamado?
Perdonar es un reto importante del ser humano. No sólo hay que olvidar una
agresión, sino asumir una ofensa y liberar al otro de la culpa. El verdadero
perdón es incondicional, un don gratuito del amor, liberador y creativo.
Cuando
alguien en un autobús lleno nos da un pisotón y con amabilidad pide perdón,
ordinariamente no tenemos grandes dificultades en asentir aunque nos duela el
pie. Somos conscientes de que no fue con intención, sino por descuido o movido
por la fuerza de la gravedad. No es responsable de su acción. Falta una razón
necesaria para que yo pueda ejercer el perdón en sentido propio, que se refiere
a un mal que alguien nos ha ocasionado voluntariamente [1] .
Todos sufrimos
injusticias, humillaciones y rechazos; algunos deben soportar torturas, no sólo
en la cárcel, sino en el trabajo o, incluso, en la propia familia; «El único
dolor que destruye más que el hierro —dicen los árabes— es la injusticia que
procede de nuestros familiares».
Frente a
esas heridas es posible reaccionar de formas diferentes —golpear a quienes nos
han golpeado, hablar mal de quienes lo han hecho con nosotros…—, pero es una
pena gastar las energías en enfados, recelos, rencores o desesperación y, tal
vez, es más triste aún cuando una persona se endurece para no sufrir más.
Sólo en
el perdón brota nueva vida porque es renunciar a la venganza y querer, a pesar
de todo, lo mejor para el otro. La tradición cristiana ofrece varios
testimonios de esta actitud, como el caso del monje trapense muerto en Argelia
con otros religiosos que habían permanecido en su monasterio, en 1994. En una
carta que dejó para su familia agradecía a todos los que había conocido e
incluía a sus asesinos: «Y también a ti, amigo de última hora, que no habrás
sabido lo que hiciste. Sí, también por ti digo ese gracias y ese adiós
cara a cara contigo» [2] .
Quizá
pensemos que son situaciones límite, reservadas para algunos héroes; ideales
bellos, más admirables que imitables. Pero, ¿puede una madre perdonar al
asesino de su hijo? ¿Perdonaríamos, por lo menos, a quien nos ha dejado por
completo en ridículo ante los demás, a quien nos ha engañado o difamado?
¿QUÉ SIGNIFICA PERDONAR?
Cuando digo a alguien «te
perdono», no olvido simplemente la injusticia, sino que rechazo la venganza y
los rencores, y me dispongo a ver al agresor como una persona digna de
compasión. Consideremos estos elementos con detenimiento.
1. Reaccionar ante un mal
real y objetivo
Si me
amputan un brazo infectado sentiré dolor y tristeza, incluso furia contra el
cirujano. Pero no habrá nada que perdonar porque era necesario para salvarme.
Es claro que el perdón sólo tiene sentido si alguien ha recibido un daño
objetivo de otro.
Por otro
lado, perdonar no consiste en no querer ver el daño, colorearlo o disimularlo.
Algunos pasan de largo las injurias porque intentan eludir cualquier conflicto;
buscan la paz a cualquier precio y pretenden vivir siempre en un ambiente
armonioso.
Parece
que todo les da igual. «No importa» si no les dicen la verdad; «no importa» si
los utilizan como meros objetos para conseguir unos fines egoístas; «no
importan» tampoco el fraude ni el adulterio. Tal actitud es peligrosa porque
puede llevar a una completa ceguera ante los valores. La indignación e incluso
la ira son reacciones normales y hasta necesarias en ciertos casos. Quien
perdona, no cierra los ojos ante el mal; no niega que existe objetivamente una
injusticia. Si lo negara, no tendría nada que perdonar [3] .
Si uno
acostumbra a callarlo todo, tal vez goce por un tiempo de una aparente paz;
pero al final pagará un precio muy alto, pues renuncia a la libertad de ser él
mismo. Esconde y sepulta sus frustraciones en lo más profundo de su
corazón, detrás de una muralla gruesa, que levanta para protegerse.
Y ni siquiera se da cuenta de su falta de autenticidad.
Es normal
que una injusticia duela y hiera, pero para sanarla es necesario verla. Si no,
huimos sin cesar de la propia intimidad (es decir, de nosotros mismos); y el dolor
nos carcome lenta e irremediablemente.
«Aunque
nos maten —dicen—, no pueden hacernos ningún daño» [4] .
Han logrado un férreo dominio de sí mismos, se sienten superiores a los demás y
mantienen interiormente una distancia tan grande hacia ellos que nadie puede
tocar su corazón. Como nada les afecta, no reprochan nada a sus opresores. ¿Qué
le importa a la luna que un perro le ladre?
El
problema es que no hay relación interpersonal; para no sufrir se renuncia al
amor. Quien ama, siempre se hace pequeño y vulnerable. Cuando a alguien nunca
le duele la actuación de otro, el perdón es superfluo. Falta la ofensa y falta
el ofendido.
Es
imposible huir del sufrimiento. Todo dolor negado retorna por la puerta
trasera, permanece largo tiempo como un trauma y puede causar heridas
perdurables o, a veces, convertir a alguien normal en una persona agria,
obsesiva, medrosa, nerviosa o insensible. Al final, muchos se dan cuenta de que
tal vez habría sido mejor enfrentar directa y conscientemente la experiencia
del dolor: hacerlo es la clave para conseguir la paz interior.
2. Actuar con libertad y sensatez
Perdonar
es la única reacción que no re-actúa simplemente según el conocido principio
«ojo por ojo, diente por diente». El odio provoca la violencia y ella justifica
el odio. Al perdonar, corto ese círculo vicioso, libero al otro, que ya no está
sujeto al proceso iniciado y, en primer lugar, me libero yo. Estoy dispuesto a
desatarme de los enfados y rencores, no «re-acciono» de inmediato, sino que
pongo un nuevo comienzo, también en mí.
Superar
las ofensas es muy importante para la propia vida. Max Scheler afirma que una
persona resentida se intoxica a sí misma; el otro le ha herido y ahí se
recluye, se instala y encapsula. Queda atrapada en el pasado. Da pábulo a su
rencor con repeticiones del mismo acontecimiento.
El
resentimiento hace que las heridas se infecten en nuestro interior y ejerzan su
influjo, creando una especie de malestar e insatisfacción generales. En
consecuencia, uno no está a gusto, ni en su propia piel ni en ningún lugar. Los
recuerdos amargos encienden de nuevo la cólera y llevan a depresiones. Al
respecto, es muy ilustrativo el refrán chino que dice: «El que busca venganza
debe cavar dos fosas».
En su
libro Mi primera amiga blanca, una periodista negra describe cómo la opresión
que su pueblo había sufrido en Estados Unidos le llevó en su juventud a odiar a
los blancos, «porque han linchado y mentido, nos han cogido prisioneros,
envenenado y eliminado» [5] .
Después de algún tiempo reconoció que su odio, por muy comprensible que fuera,
estaba destruyendo su identidad y dignidad. Le cegaba, por ejemplo, ante los
gestos de amistad que una chica blanca le mostraba en el colegio.
Poco a
poco descubrió que en vez de esperar el perdón de los blancos debía pedir
perdón por su propio odio y por su incapacidad de mirarlos como personas, no
como opresores. Encontró al enemigo en su interior, formado de prejuicios y
rencores que le impedían ser feliz.
Las
heridas no curadas pueden reducir enormemente nuestra libertad y originar
reacciones desproporcionadas y violentas que nos sorprenden a nosotros mismos.
Una persona herida hiere a las demás. Y, muchas veces, oculta su corazón tras
una coraza, en apariencia dura, inaccesible e intratable. En realidad, no es
así. Sólo necesita defenderse. Parece sólida, pero es insegura; está atormentada
por malas experiencias.
Ordenar
el propio interior es un paso para hacer posible el perdón, pero es muy difícil
y, en ocasiones, no conseguimos darlo. Quizá renunciemos a la venganza, no al
dolor. Así, es claro cómo el perdón, aunque está estrechamente unido a
vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se
reduce a nuestro estado psíquico. Se puede perdonar llorando.
3. Recordar el pasado para bien
Es ley
natural que el tiempo «cura» algunas llagas. No las cierra de verdad, pero las
hace olvidar. Algunos hablan de la «caducidad de nuestras emociones» [6] .
Llegará un momento en que una persona no pueda llorar más ni sentirse ya herida.
Pero esto no es señal de que haya perdonado a su agresor, sino de que tiene
ciertas «ganas de vivir».
Un
determinado estado psíquico —por intenso que sea— no suele volverse permanente.
A este estado sigue un lento proceso de desprendimiento, pues la vida continúa.
No podemos quedarnos siempre ahí, como pegados al pasado, perpetuando en
nosotros el daño sufrido. Así sólo bloqueamos el ritmo de la naturaleza.
La
capacidad de desatarse y olvidar, por tanto, es importante para el ser humano,
pero no tiene nada que ver con la actitud de perdonar, que no consiste sólo en
«borrón y cuenta nueva». Exige recuperar la verdad de la ofensa y de la
justicia, que muchas veces pretende camuflarse. El daño debe reconocerse y, en
lo posible, repararse. Hace falta «purificar la memoria» para que sea maestra
de vida. Si vivo en paz con mi pasado aprenderé mucho de los acontecimientos
que he vivido.
4. Renunciar a la venganza
Como el
perdón expresa nuestra libertad, también es posible negarlo al otro. El judío
Simon Wiesenthal cuenta sus experiencias en los campos de concentración. Un
día, una enfermera se acercó y le pidió seguirle. Le llevó a una habitación
donde agonizaba un joven oficial de las SS, quien le contó su vida: habló de su
familia y de cómo llegó a colaborar con Hitler. Le pesaba sobre todo un crimen
en el que había participado: los soldados a su mando habían quemado a 300
judíos encerrados en una casa.
«Sé que
es horrible —dijo el oficial—, durante las largas noches, mientras espero mi
muerte, siento la gran urgencia de hablar con un judío sobre esto y pedirle
perdón de todo corazón». Wiesenthal concluye: «De pronto comprendí y, sin decir
una sola palabra, salí de la habitación» [7] .
Perdonar significa renunciar a la venganza y al odio.
5. Mirar al agresor en su
dignidad personal
El perdón
comienza cuando, gracias a una fuerza nueva, una persona rechaza todo tipo de
venganza. No habla de los demás desde sus experiencias dolorosas, evita
juzgarlos y desvalorizarlos, y está dispuesta a escucharles con el corazón
abierto.
El
secreto consiste en no identificar al agresor con su obra. Todo ser humano es
más grande que su culpa. Albert Camus da un ejemplo elocuente en una carta
pública a los nazis sobre los crímenes cometidos en Francia: «Y a pesar de
ustedes, les seguiré llamando hombres… Nos esforzamos en respetar en ustedes lo
que ustedes no respetaban en los demás» [8] .
El perdón
del que hablamos aquí no consiste en saldar un castigo, sino que es, ante todo,
una actitud interior. Significa vivir en paz con los recuerdos y no perder el
aprecio a ninguna persona. Se puede considerar también a un difunto en su
dignidad personal. Nadie está totalmente corrompido; en cada uno brilla una
luz.
Al
perdonar a alguien le decimos: «No, tú no eres así. ¡Sé quien eres! En realidad
eres mucho mejor». Queremos todo el bien posible para el otro, su pleno
desarrollo, su dicha profunda, y nos esforzamos por quererlo desde el fondo del
corazón, con gran sinceridad.
ALLANAR EL CAMINO PARA EL PERDÓN
Ahora,
analicemos algunas actitudes que nos disponen a realizar este acto liberador
para nosotros y para los demás.
1. Amor: entregarse hasta el
extremo
Perdonar
es amar intensamente. El verbo latín per-donare lo expresa con claridad: el
prefijo per intensifica al verbo donare. Es dar, entregarse, hasta el extremo.
El poeta Werner Bergengruen ha dicho que el amor se prueba en la fidelidad y se
completa en el perdón.
Sin
embargo, cuando nos han ofendido gravemente el amor apenas es posible. Primero
hay que separarnos de algún modo del agresor, aunque sea sólo en el interior.
Mientras el cuchillo está ahí, la herida nunca cerrará. Hace falta tomar
distancia del otro; sólo entonces veremos su rostro. Un cierto desprendimiento
es condición previa para perdonar de todo corazón y amar al otro.
Una
persona sólo vive y se desarrolla sanamente cuando es aceptada tal como es,
cuando alguien la quiere de verdad y le dice: «Es bueno que existas» [9] .
«Estar vivo» no es suficiente, hace falta la confirmación en el ser para
sentirse a gusto, posibilitar cierta estimación propia y relacionarse con otros
en amistad. Por eso se ha dicho que el amor continúa y perfecciona la obra de
la creación [10] .
Si no
perdono al otro, de alguna manera le quito el espacio para vivir y
desarrollarse; le mato, en sentido espiritual: con palabras injustas y duras,
con pensamientos malos o, incluso, negando el perdón. Si, en cambio, concedemos
el perdón, ayudamos al otro a volver a la propia identidad, a vivir con una
nueva libertad y con una felicidad más honda.
2. Comprensión: todos somos
débiles
Es
preciso entender que cada uno necesita más amor del que «merece»; que cada uno
es más vulnerable de lo que aparenta; que todos somos débiles y podemos
cansarnos. Perdonar es estar convencido de que en cada uno, detrás de todo el
mal, hay un ser humano vulnerable y capaz de cambiar; creer en la
transformación y evolución de los demás.
Si
alguien no perdona, tal vez tome a los demás muy en serio, exige demasiado de
ellos. Pero, «tomar a un hombre perfectamente en serio significa destruirle» [11] advierte
el filósofo Robert Spaemann. Todos somos débiles y fallamos con frecuencia. Y,
muchas veces, no somos conscientes de las consecuencias de nuestros actos: «no
sabemos lo que hacemos».
Tenemos
que creer en las capacidades del otro y dárselo a entender. A veces impresiona
ver cuánto puede transformarse una persona si se le da confianza; cómo cambia
si se le trata según la idea perfeccionada que se tiene de ella. Hay muchos que
saben animar a los otros a ser mejores. Les comunican la seguridad de que hay
mucho bueno y bello dentro de ellos, a pesar de todos sus errores y caídas.
Actúan según lo que dice la sabiduría popular: «Si quieres que el otro sea
bueno, trátale como si ya lo fuese».
3. Generosidad: justicia y
misericordia
Perdonar
exige un corazón misericordioso y generoso. Hay situaciones muy complejas en
las que la mera justicia es imposible. Si se ha robado, se devuelve; si se ha
roto, se arregla o sustituye. Pero, ¿si alguien pierde un órgano, un familiar o
un buen amigo? Es imposible restituirlo con la justicia. Precisamente ahí,
donde el castigo nunca cubre la pérdida, es donde tiene espacio el perdón.
El perdón
no anula el derecho, pero lo excede infinitamente. A veces, no hay soluciones
en el mundo exterior. Pero, al menos, se puede mitigar el daño interior, con
cariño, aliento y consuelo. «Convenceos —afirma san Josemaría Escrivá— que
únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la
humanidad (…) La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo» [12] .
Y santo Tomás resume: «La justicia sin la misericordia es crueldad» [13] .
El perdón
trata de vencer el mal por la abundancia del bien [14] .
Es por naturaleza incondicional, ya que es un don gratuito del amor, un don
siempre inmerecido. Esto significa que quien perdona no exige nada a su
agresor, ni siquiera que le duela el daño. Mucho antes que él, busca la
reconciliación: quien ama ya ha perdonado.
El
arrepentimiento del otro no es una condición necesaria para perdonar, aunque sí
es conveniente. En efecto, es mucho más fácil perdonar cuando el otro lo pide,
pero a veces hace falta comprender que en quienes obran mal hay bloqueos que
les impiden admitir su culpa.
Hay un
modo «impuro» de perdonar, cuando se hace con cálculos, especulaciones y metas:
«Te perdono para que te des cuenta de la barbaridad que has hecho; te perdono
para que mejores». Quizá sean fines educativos loables, pero en este caso no se
trata del perdón verdadero que se concede sin ninguna condición, al igual que
el amor auténtico: «Te perdono porque te quiero –a pesar de todo».
4. Humildad: «cambiar la silla»
Hace
falta prudencia y delicadeza para saber perdonar. En ocasiones, no conviene
hacerlo enseguida, cuando el otro aún está agitado. Si fuera de inmediato,
parecería una venganza sublime para humillar. En efecto, la oferta de la
reconciliación tal vez tenga carácter de una acusación, ocultar una actitud
farisaica: quiero demostrar que tengo razón y que soy generoso. Lo que impide
entonces llegar a la paz no es la obstinación del otro, sino mi propia
arrogancia.
Por otro
lado, perdonar siempre es un riesgo, pues no asegura su recepción y puede
molestar al agresor en cualquier momento. «Cuando uno perdona, se abandona al
otro, a su poder, se expone a lo que imprevisiblemente puede hacer y se le da
libertad de ofender y herir (de nuevo)» [15] .
Aquí se ve que hace falta humildad para buscar la reconciliación.
Después
de un tiempo es bueno conversar con el otro para explicarse, dar el propio
punto de vista, y escuchar con atención sus argumentos. Es importante escuchar
hasta el final y esforzarse por captar también las palabras que no dice. De vez
en vez es necesario «cambiar la silla», al menos mentalmente, y tratar de ver
el mundo desde la perspectiva del otro.
El perdón
es un acto de fuerza interior, pero no de voluntad de poder, no busca dominar
ni humillar. Para que sea verdadero y «puro», la víctima debe evitar hasta la
menor señal de una «superioridad moral» que, en principio, no existe; al menos
no somos nosotros quienes debemos juzgar lo que se esconde en el corazón de los
otros.
Hay que
evitar acusar al agresor; quien demuestra la propia irreprochabilidad, no
perdona realmente. Enfurecerse por culpa de otro conduce con facilidad a la
represión de la culpa de uno mismo.
Todos
hacemos daño a los demás, aunque no nos demos cuenta; por eso necesitamos
perdonar, para deshacer los nudos del pasado y comenzar de nuevo. Reconocer las
propias flaquezas y fallos que, a lo mejor, han llevado al otro a agraviarnos.
5. Abrirse a la gracia de Dios:
señas de identidad
Es
innegable que el perdón llega a veces al límite de nuestras fuerzas. ¿Es
posible perdonar si el opresor no se arrepiente en absoluto e incluso insulta a
su víctima y cree haber obrado correctamente? Quizá no, al menos si contamos
sólo con nuestra propia capacidad.
Pero un
cristiano nunca está solo. Siempre es Dios quien ama primero y es Él quien
perdona primero, quien nos da fuerzas para cumplir con este mandamiento que es,
probablemente, el más difícil de todos: amar a los enemigos, perdonarlos. Pero,
en el fondo, no se trata tanto de una exigencia moral —como Dios te ha
perdonado a ti, tú debes perdonar a los prójimos— cuanto de un imperativo
existencial: si comprendes realmente lo que te ha ocurrido a ti, no puedes por
menos que perdonar al otro. Si no lo haces, no sabes lo que Dios te ha dado.
El perdón
forma parte de la identidad de los cristianos que, por eso, han sabido
transformar las tragedias en victorias. Debemos encontrar el sentido de las
ofensas e injusticias en la propia vida. Ninguna experiencia que adquirimos es
en vano; al contrario, siempre podemos aprender algo que nos ayude a comprender
mejor el mundo, a los demás y a nosotros mismos.
UN BUEN BAñO, DORMIR Y HABLAR CON
UN AMIGO
Aunque se
ha dicho que perdonar es un acto liberador que exige cierta fuerza interior, no
parece adecuado dictar comportamientos a las víctimas. Es comprensible que a
una madre le cueste mucho perdonar al asesino de su hijo. Hay que dar todo el
tiempo que sea necesario para llegar al perdón. Si alguien le acusara de
rencorosa o vengativa, engrandecería su herida.
Santo
Tomás de Aquino aconseja a quienes sufren por un daño que no se rompan la
cabeza con argumentos, ni lean, ni escriban. Antes que nada, dice, deben tomar
un baño, dormir y hablar con un amigo [16] .
Generalmente,
al principio nos cuesta aceptar un gran dolor. Necesitamos tranquilizarnos;
seguir el ritmo de nuestra naturaleza suele ayudar mucho. Sólo una persona de
alma muy pequeña se escandalizaría de ello.
Perdonar
quizá sea una labor interior auténtica y dura, pero con la ayuda de buenos
amigos y, sobre todo, con la ayuda de la gracia divina, es posible realizarla.
«Con mi Dios, salto los muros», canta el salmista. Podemos referirlo también a
los muros que están en nuestro corazón.
Si
conseguimos crear una cultura del perdón, construiremos juntos un mundo
habitable, con más vitalidad y fecundidad; proyectaremos juntos un futuro
realmente nuevo. Para terminar, vale recordar unas sabias palabras: «¿Quieres
ser feliz un momento? Véngate. ¿Quieres ser feliz siempre? Perdona».
[2] Ch. de Chergé. «Testament spirituel» (1994), en B. Chenu.
L’invincible espérance. París, 1997. p. 221.
[3] Se ha destacado que la justicia, junto con la verdad, son los
presupuestos del perdón. Cfr. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de
la Paz Ofrece
el perdón, recibe la paz, 1° de enero de 1997.
[4] Se suele atribuir esta frase al filósofo estoico Epicteto, que era
un esclavo. Cfr. Epicteto. Handbüchlein der Moral. Edición de H. Schmidt.
Stuttgart, 1984. p. 31.
[6] A. Kolnai. «Forgiveness» en B. Williams; D. Wiggins (eds.).
Ethics, Value and Reality. Selected Papers of Aurel Kolnai. Indianapolis, 1978.
p.95.
[7] Cfr. S. Wiesenthal. The Sunflower. On the Possibilities and Limits
of Forgiveness. New York, 1998. Sin embargo, la cuestión del perdón se presenta
abierta para este autor. Cfr. Los límites del perdón. Barcelona, 1998.